26/11/01

A Javier Arnal

CESÁREO JARABO JORDÁN | Mi amigo Javier Arnal, buena persona, palabra de honor, es, a pesar de todo, propagandista del ateo Partido Popular; jaleante del anticristiano Partido popular; entusiasta del anti-familiar Partido popular; partidario del anti-español Partido popular y parcial del liberal partido popular.

Yo, sin embargo, solo soy español, católico, apostólico y romano, y como tal, me declaro abierto enemigo del Partido Popular, porque el Partido Popular es lo contrario de lo que yo soy.

Ahora, el Partido Popular se ha dado cuenta que las familias existimos; se ha dado cuenta que, extrañamente, nuestra gente es la que les vota (yo no, por cierto), y consecuencia de ello, han acabado considerando a la familia como el epicentro de su política social. Y yo estoy convencido que de antiguo tienen localizado ese epicentro, porque ese epicentro no es otro que el de la diana donde inexorablemente clavan todos sus dardos y todos sus proyectiles. Lo único que han hecho por las familias, y de acuerdo con lo reconocido por Marisol Linares, edil del Partido Popular de Castellón, ha sido, no se lo pierdan: “la legalización de las parejas de hecho”. Para ese viaje no se necesitan alforjas.

También el Sr. Arnal señala que el conseller Blasco proyecta un plan integral de apoyo a la familia; plan integral que, supongo, pasa por el apoyo principal a las uniones de homosexuales (y hasta de cabras, si llega al caso de conseguir algún voto), y eso no lo digo gratuitamente, porque el Sr. Blasco se ha jactado de progresista y ha asegurado que dar a los homosexuales el calificativo de normalidad no es privativo de la izquierda, ¿o no, Sr. Blasco?. Pero no se preocupe, señor Blasco, porque usted tiene razón; esa preocupación no es exclusiva de la izquierda, sino de los descerebrados. Tiene toda la razón.

Cita mi amigo Javier Arnal al obispo de Segorbe-Castellón, monseñor Juan Antonio Reig Pla en el sentido de que reclama protagonismo para la política familiar, e indica que coincide con el conseller Blasco en que la administración no debe ser sobreprotectora, y yo me permito indicar que no se deben preocupar de eso en exceso, porque para eso, primero necesita ser protectora, que no lo es, y aún antes, debe ser no discriminatoria, que actualmente lo es. Y es que, la familia está perseguida por la administración nacional, autonómica, local, laboral y jurídica.

Por otra parte, desconozco la literalidad de los acuerdos del Congreso Nacional de la Familia, pero lo que sí conozco de mi obispo, es que ha denunciado públicamente, por la radio, que ni PP ni PSOE han hecho absolutamente nada en defensa de la familia.

Para que los políticos tengan un poco de conocimiento de lo que es la sociedad y de lo que es la familia, debo indicarles, como si de una clase de párvulos se tratara, que la sociedad es producto necesario, creado para la protección de la persona y de la familia, y no caldo de cultivo de intereses inconfesables de los políticos. Y no es papá estado, amigo Javier, quién debe hacer algo por la familia, sino en todo caso, el hijo estado, el hijo de las familias que constituyen la nación y para su gobierno crean su administrador: el estado. Por tanto, si el estado (y no papá estado) no cumple con su obligación de proteger, promover y potenciar la estructura familiar, estamos hablando de un estado que no cumple con su obligación; estamos hablando de un estado tiránico.

Por supuesto, amigo Javier, primero es la gallina (la familia), y luego es el huevo, el estado, y por supuesto, contra lo que dicen los tiranos, la familia no ha dejado el campo yermo, sino que ha creado los órganos necesarios para ordenar la vida social. Si esos órganos se han convertido en parásitos, lo que procede es su extirpación, sin contemplaciones, y su sustitución por elementos que efectivamente cumplan con su función.

No es cierto que el estado deba “dejar hacer” a las familias. Ese es un concepto estrictamente liberal, y como liberal, anticristiano; lo correcto y necesario es que el estado “haga” por las familias y por las personas en general, sin cuyo fin, el estado no tiene justificación alguna.

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